«Tan pegado a su móvil, tan alejado de la vida»

por | Oct 28, 2025 | Testimonios | 1 Comentario

Es frecuente recibir relatos, testimonios, comentarios de mujeres que se enfrentan a situaciones como la de Pamela, nombre ficticio. Es un camino lleno de dudas, de intentos vanos, de miedos y decepciones. A veces, se puede solucionar, si los límites se establecen con claridad, si hay verdadero interés en un cambio, si el perdón -no exigible por nadie- se abre paso, etc. Son muchos factores los que entran en juego, y no se pueden dar pautas definitivas, porque no existen. Lo que sí existe es un dolor inmenso que merece la pena reflejar, para orientar y dar un poco de luz a tantas otras mujeres.

 

Hace seis años, cuando descubrí por accidente que mi marido de aquel entonces pasaba horas viendo prono, me sentí como atrapada en un lodazal sucio, espeso, pegajoso y abrumador. Sobre todo, sentí náuseas y ganas de vomitar, seguidos de vergüenza, rabia, ganas de llorar y hasta ganas de pegarle. Sentí una profunda tristeza y desengaño. Quería salir corriendo, pero no podía, teníamos un hijo de tan sólo tres años.

Inmediatamente entendí que su actividad frenética frente a la pantalla explicaba por qué, desde hacía varios años ya, apenas si se interesaba por la cama. Lo que yo estaba lejos de imaginar era que, más allá de su desgana por el sexo, su devoción a aquellos videos era el origen de su conducta cada vez más apática, irascible e irritable, su encierro en sí mismo y su desdén por la vida. Sufría de un agotamiento extremo y parecía que la existencia, en todo su sentido, le pesara.

Cuando lo confronté, lo sentí avergonzado, con la vergüenza de haber sido descubierto, pero al mismo tiempo aliviado de liberar aquel secreto. Le expliqué que me sentía herida, traicionada, humillada, engañada y con una profunda tristeza y desilusión. Le asombraron mis palabras. Consideraba su conducta normal. “Todos los hombres lo hacían”. “Sólo le servía para relajarse”. “No tenía nada que ver con el amor que me tenía”. Me dio a entender que debería sentirme agradecida de no haber sido traicionada. De todos modos, “eso no era real, eran tan sólo unos videos”.

Avergonzada, no me sentí con el valor de contárselo a nadie. Me sentía terriblemente sola. ¿Qué iba a decir mi familia? Que, ¿cómo no lo había visto antes? ¿Irían a pensar que él buscaba afuera lo que yo seguramente no le daba? ¿Iban a decir que dejara de exagerar? Que, por supuesto, era normal. ¿Que cuando me había vuelto tan mojigata? Que no era para tanto. Y así parezca contradictorio, también me preocupaba lo que iban a pensar de él. ¿Cómo iba yo a dañar la imagen de mi marido, el padre de mi hijo?

Entonces, decidí cargar con el secreto. Tan sólo se lo confesé a una amiga cercana. Ella, con las mejores intenciones y con el ánimo de ayudarme, me confirmó que “a los hombres les gustaban esas cosas”. “Eran cosas de hombres”. Ella misma, nunca iba al móvil de su marido, de temor a lo que allí pudiera encontrar. En su opinión, nosotros estábamos pasando por una crisis de pareja y estaba segura de que, si yo lo quería, podía reavivar la llama que habíamos perdido en el camino.

Convencida, me puse en la tarea y lo intenté. Ambos lo intentamos, pero era nadar contra la corriente. Las disfunciones en la cama eran evidentes y, por supuesto, no eran nuevas, pero parecían en aquel momento hacerse sentir más. Sentí que no sólo era culpa mía, sino que, además, era incapaz de resolverlo.

Que no era culpa mía y que ni el mejor sexo del mundo lo hubiera solucionado, lo entendí cuando comprendí que se trataba de una adicción. Ya había pasado casi un año. A partir de ese momento, le pedí buscar ayuda profesional, pero a pesar de no rechazar la idea, nunca lo hizo y evadió cada una de mis propuestas. Según él, ya lo había dejado, “era cosa del pasado”. Pero yo sentía que no era así. Él seguía tan pegado a su móvil y tan alejado de la vida, que no podía ser verdad. Yo me hacía nudos en la cabeza que no lograba deshacer. Sentía una zozobra permanente, imaginando lo que todavía hacía o lo que había podido hacer. Me preguntaba hasta dónde había podido llegar con el asunto. ¿Acaso había llegado a pagar por sexo?

Hace mucho, mucho tiempo…

El segundo año fue de muchos interrogantes sin respuesta. El tema era tabú y mis preguntas se estampaban contra un muro. La única respuesta que escuchaba era que yo me estaba obsesionando con el tema. Ante el silencio, mi cerebro empezó a atar los cabos. Recordé como desde el inicio de la relación, había algo que no encajaba con el sexo. Poco frecuente, con poca entrega. Cuando traté de abordar el tema, su reacción fue brusca y defensiva. Entonces, minimicé la situación pensando que era un complejo de la adolescencia o un trauma con la madre. Traté de acomodarme a la situación y fui dejando de lado mi sexualidad, silenciando mi cuerpo y mis deseos.

En ese atar de cabos, también recordé varias conversaciones sueltas en las que me había dado indicios de que él había tenido acceso a material pornográfico a una edad temprana. Las revistas del abuelo, que había llevado al colegio al inicio de la primaria, o la vieja televisión de la familia, que había encontrado refugio en su cuarto cuando él tan solo tenía 9 o 10 años, habían sido el puente para entrar a aquel mundo. Él me había relatado cómo a esa edad esperaba sigilosamente a que todo el mundo se acostara para conectar sus audífonos a la tele y disfrutar de la película de medianoche. Ante esos recuerdos, todo tomó sentido en mi cabeza. Ese niño nunca dejó atrás aquellos videos. Desde su nuevo rol de padre, seguía esperando a que la familia se fuera a la cama o a tener un instante en el que pudiera conectarse discretamente a la pantalla. Entendí entonces que la situación no era nueva y que iba a ser difícil de remediar, sobre todo, si él no veía el problema y no sentía la necesidad de solucionarlo.

«No quería que mi hijo normalizara esa conducta»

Más allá de esto, entendí que, si yo misma permitía que la situación perdurara, estaba implícitamente aceptando exponer a mi hijo a esos contenidos. Estaba segura de que sería sólo cuestión de tiempo antes de que mi hijo lo descubriera. De ninguna manera quería que mi hijo normalizara esa conducta y repitiera la misma historia. Me aterró la idea de que él creciera y pudiera reprocharme el no haberle protegido. Esa imagen fue aún más aterradora que la de que él me reprochara haber roto la familia. Quería poder mirarlo a los ojos más adelante y poder decirle “hice todo lo que pude para protegerte”. Así que actué por él. No podía dejarme arrastrar más bajo en el fango, se lo debía a mi hijo. Tampoco me sentía capaz de acomodarme a la situación, cerrar los ojos, voltear la cara hacia otro lado y hacer como si no pasara nada. Hubiera sido ir en contra de mí misma.

Actué acorde a mi verdad y decidí dejar a mi marido. Empecé a caminar en la dirección que creía correcta a pesar de ser contraria a lo que él y otras personas me indicaban. Caminé a contracorriente a pesar de mis dudas, de mis miedos, de estar confundida y asustada. Atravesé una puerta que, sin saberlo, me llevó a una nueva vida. Del otro lado me esperaba un proceso de reconstrucción y sanación profunda. Fue difícil perdonarme el no haber seguido mi intuición desde el principio. Esa que me decía que había algo que no encajaba. Perdonarme por no haber indagado más en vez de haber obligado a mi cuerpo a silenciarse. Perdonarme por haber cargado con una culpa que no me correspondía y por haber luchado contra mí misma mientras trataba de encajar en una cultura que me imponía normalizar lo anormal. Hoy, me siento orgullosa de haber atravesado aquella puerta y del camino recorrido.

1 Comentario

  1. Juana

    Te doy la enhorabuena por haber sabido salir de ese infierno, Pamela. Me siento TAN identificada con lo que relatas… yo he tropezado dos veces en la misma piedra, con dos hombres diferentes. Ahora estoy en proceso de salir de la segunda (y espero que última) relación de este tipo.
    ¡Gracias por compartir tu experiencia!

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