Soy Diego y tengo 38 años.

Escribir estos párrafos es vergonzoso. Es mostrar una vulnerabilidad que me ha costado reconocer y sobrellevar. Exhibo esta intimidad porque sospecho que no soy el único varón que se encuentra en este combate.

A los 11 años vi por primera vez la foto de una mujer completamente desnuda mostrando los genitales. Los hombres somos tan visuales que aún después de 27 años recuerdo muy bien la imagen y el contexto. Era un naipe de póker que tenían a la venta en el mercado municipal de un pueblo de Guatemala. Yo andaba con mi papá viendo sus negocios de venta de pollo frito en este pueblo.

En muy resumidas cuentas, entre los 11 y los 34 años derroché horas semanalmente buscando y consumiendo (con masturbación) escenas pornográficas. En 2013 descubrí la fascinación por la contratación de prostitutas. En 20 años pasé de encontrar la escena perfecta a intentar hacerla realidad con escorts. Hacia 2018 este espíritu aventurero se volvió ingobernable. No podía parar. Todo el tiempo estaba planeando una fantasía o luchando mentalmente para evitar hacerla realidad. En mi ingenuidad pensaba que los derroches de lujuria solo tenían efectos en mí. Pero los efectos llegaron hasta mi esposa, al principio en forma de muy mala comunicación y después con maltrato verbal. Sin entrar en detalles, nuestro matrimonio experimentó la amargura de infidelidad por parte de ambos cónyuges. En un arranque de ira y celos hacia mi esposa le hice saber estos proyectos perversos que había sobrellevado todo este tiempo.

Resumiendo podría decir que después de litros de lágrimas, terminamos formando otro matrimonio, siempre ella y yo, pero prácticamente siendo personas distintas con la misma existencia y circunstancias.

Lo relevante de lo anterior es que no fui yo quien descubrió mi problema. Fue ella quien me lo hizo saber, siendo psicóloga, me dijo: tienes un problema y debes someterte a un programad de ayuda. Nunca se me había pasado por la cabeza la idea de que yo tenía un problema. Esas contradicciones morales, me decía yo mismo, las tenía controladas.

Tanta sobre estimulación genital afectó a mi propio sentido de la vida. La pornografía me aliviaba las incomodidades internas. En la adolescencia, si tenía alguna ansiedad: porno. En la juventud, ante alguna preocupación o ansiedad: porno. En la vida adulta, con los problemas de pareja o las incertidumbres con los hijos: ya no era porno, era la búsqueda de fornicar derrochando los cinco sentidos.

Lo más difícil era la doble vida; tenía ganas de ser buena persona, pero una gran incapacidad de vivir coherentemente con mis valores, que de momento eran solo teoría. Si la sexualidad es un don, un regalo, ese regalo lo reventé y lo convertí en un arma contra mi.

Desde 2019 me he comenzado a conocer. Lo más complicado ha sido perdonarme los daños que yo mismo me he causado. El porno es un estímulo artificial que permite generar tu propia droga. Puedes derrochar dopamina y una vez pasada la “borrachera”, nadie se da cuenta. Ese elemento silencioso y secreto puede llegar a ser fatal. Mi vida lo confirma.

En mi historia personal está el precedente de ser hijo de alcohólico. A mí nunca me ha afectado esa adicción (como a la mayoría de mis parientes), pero como todos las heridas de mi pasado, en vez de enfrentarme a ellas las ignoraba y me centraba en mi obsesión con la pornografía.

Hoy más que nunca se proclama que el cuerpo humano es un juguete para la satisfacción. Como alguien dijo, cuando el cuerpo del hombre se vuelve un juguete, el de la mujer también. Esa es la gran mentira moderna. Nuestro cuerpo es más bien un códice que revela algo trascendental. El hecho de la desnudez implica una donación hacia alguien más. El simple hecho de que la necesidad de sentir placer sea satisfecha cada vez con mayor estímulos nos está diciendo que nuestra esencia anda en busca de algo que no tiene fin, algo infinito.

El corazón requiere cuidado. En mi opinión, es un error pensar que el derroche de lujuria no tiene consecuencias reales. Esa prueba ya la experimenté con mi propia vida. Y no salió bien. Hasta hoy.