Nerea, 21 años, y nombre ficticio, nos envía su experiencia. Recordar y escribir le ha costado lágrimas, pero ha querido dar este paso. Y advertir de las heridas abiertas que deja el consumo de pornografía, en este caso de un hombre, en una mujer. Por supuesto, esas heridas también, con sufrimiento, se cierran.

Si bien el sexo, como acto, está limitado a la esfera privada de la vida humana, la conversación en torno a él no debería estarlo. Precisamente porque la integridad individual es un derecho fundamental y el sexo puede a veces constituir una violación de ella, la educación sexual es un deber que deberíamos poner sobre la mesa; como tal, hay que hablarlo, hay que enseñarlo y hay que legislarlo. Pero no podemos hacerlo si, escudándonos en el tabú que hemos construido en torno al sexo, defendemos el derecho de cada uno a descubrirlo por sí mismo, ignorando las terribles consecuencias psicológicas que ello puede acarrear.

 

Yo nunca recibí educación sexual, por lo que no aprendí cómo eran las relaciones sexuales hasta que no empecé a tener una vida sexual activa: cuando quise empezar a masturbarme, tuve que consultar internet para conocer mi propia anatomía. Mi primer novio tampoco había recibido ninguna educación sexual, pero hay una diferencia radical entre su experiencia y la mía: yo empecé a masturbarme con 17 años, en un ambiente sano y educativo en el que se hablaba de feminismo y se cuestionaban los roles presentes en todos los sectores de la experiencia adolescente (también, y especialmente, en el sexo); él comenzó a masturbarse con 12 años, encontrando en la pornografía una escuela ausente en cualquier otro espacio de su vida y que constituyó, aunque él no se diera cuenta de ello, su única educación sexual.

 

El porno le enseñó muchas cosas sobre el sexo que él luego me enseñó a mí al acostarnos. Cuatro años después sigo arrastrando algunos de aquellos aprendizajes, ahora interiorizados como traumas, que me han hecho vivir mi sexualidad durante mucho tiempo como una herida abierta. Distinguiría en ellos dos categorías distintas: por una parte, los roles patriarcales del hombre y la mujer definidos en el sexo; por otra, el canon estético y social de lo femenino.

 

En el primero, el porno le había enseñado que el placer masculino es protagonista y juez de la relación sexual; por tanto, el cuerpo femenino es un objeto al que recurrir para alcanzar este fin y el placer femenino es absolutamente irrelevante. El hombre es el sujeto que desea y la mujer es el objeto que es deseado. Por supuesto, si alguien le hubiera dicho esto explícitamente él lo habría negado: lo peligroso de la pornografía es precisamente que es un aprendizaje escondido tras la experiencia, que enseña sin que el que aprende sepa que está aprendiendo, hasta que interioriza una dinámica de desigualdad de la que ni siquiera será consciente. Si, desde los 12 años, un niño consume vídeos pornográficos en los que la interacción sexual termina con el orgasmo masculino, en los que la mujer inicialmente se niega al sexo pero finalmente lo disfruta tanto como él (ya sea porque cede o porque directamente él la fuerza), en los que el placer femenino no es sino una respuesta al masculino (eyaculaciones, penetración; en definitiva, a ella lo que le gusta es que él disfrute, pero nada de forma independiente)… A los 17 años, cuando se acueste por primera vez con una mujer, esperará que su placer sea el único protagonista y creerá que satisfacerlo será también el interés principal de la mujer.

 

Las primeras veces que mi novio y yo nos acostamos, él llegó al orgasmo y a mí ni siquiera me tocó. Después de haber aprendido que mi placer no era importante, tardé año y medio en ser capaz de llegar al orgasmo y aún ahora, que lo tengo todo muy trabajado, me sigue dando un pánico irracional sentirme sexualizada, por si eso significa ser únicamente objeto de la interacción sexual.

 

En segundo lugar, el porno perpetúa unos cánones que también me ha costado mucho desaprender. Los más evidentes son los cánones físicos, que definen un único cuerpo como la norma y fuerzan a los demás a encajar en él y a odiarse si no lo hacen. Pero también hay otros: cánones de actuación, que condicionan a la mujer a ignorar sus propios intereses a favor de los de él y que pueden llegar a tener consecuencias terribles en su autoconcepto. En su conjunto, todos ellos presentan una definición de mujer extremadamente peligrosa que se basa en la sumisión y en la alteridad.

 

Cuando pienso en nuestros últimos encuentros sexuales, los recuerdo como si los viera desde fuera: no recuerdo placer sino permiso para que él se satisfaciera en mi cuerpo mientras yo pensaba en otras cosas. Aprendí que se esperaba de mí una aceptación casi absoluta de las exigencias masculinas, así que, cuando más tarde me acosté con otro hombre al que le atraía la idea de violentarme, no me planteé siquiera que mi incomodidad al respecto fuera relevante y lo acepté sin problema, pese a que recordarlo me dé ahora ganas de llorar.  Así, aprendí que mi sexualidad estaba sometida a la masculina y convertí algo tan bonito y gratificante como es el sexo en una experiencia ajena a mí en la que mi propio disfrute no tenía lugar; dejé incluso de masturbarme durante un año, porque no me sentía dueña ni meritoria de mi propio placer.

 

Ahora han pasado ya varios años y he desaprendido mucho del daño hecho, pero sigo peleándome a veces con mi propia cabeza y con las secuelas que este contacto con la pornografía me ha dejado. Sé que mi experiencia pudo haber sido muchísimo peor de lo que fue, que supe alejarme de quien me hacía daño y que he sabido, con los años, reconciliarme con mi placer, con el sexo y con mi papel en él. Pero aún no me he perdonado a mí misma por haber permitido que me trataran así. Esta es posiblemente la peor secuela de todas: tener que vivir sabiendo que me he cuidado a mí misma tan poco; que he tenido una imagen de mí misma tan negativa que daba permiso a otros para maltratarme.

 

La pornografía no es únicamente un estímulo erótico al que recurrir a la hora de masturbarse; es una industria que convierte a la mujer en objeto y víctima, que legitima abusos y que los perpetúa. No llamaría a mi experiencia violación ni maltrato, porque mi ex novio nunca quiso hacerme daño y aprendió, más o menos, a dejar de hacérmelo. Pero he sido víctima de un sistema y de una industria construida sobre la vejación femenina que me han impedido, posiblemente para siempre, tener una relación sana con mi sexualidad y conmigo misma. Y, aunque algún día llegara a curarme todas las heridas, seguiría habiendo mujeres con las mismas heridas abiertas, porque seguiría habiendo hombres educados en el porno que las sometieran a su vejante concepción del sexo. Así que supongo que esta es la idea con la que quiero terminar: la pornografía va a seguir creando víctimas, a menos que como sociedad asumamos la responsabilidad de educar a las nuevas generaciones de manera consecuente. Cuando la cultura de la violación está en el orden del día, la educación sexual debería ser indispensable, para corregir de forma explícita y consciente el aprendizaje implícito e inconsciente que la cultura nos proporciona.

Nerea.